Femenino

Surge la duda de si es lo mismo que el masculino, la lucha por la paridad erradica finalmente el mérito, y vuelve un socialismo, decimonónico e inevitablemente financiador (el 170% de lo que no genera, en sueldos), el de los que no ven a Nadal como un ejemplo, por ejemplo, hoy el femenino adolece de política, entendiendo a la política moderna como una empresa endogámica destinada a reproducir más políticos y naufraga en brillo, ha decidido transitar por las batallas culturales, y lo mejor está fuera, alrededor de los despachos, las mismas reglas para dos sexos con volúmenes no equiparables, generan circos diferentes y la comparación es inevitable, la Ventana de Overton nuevamente nos induce a pensar que un pico tuvo pecado cuando de lo que realmente se trataba era de ganar lo mismo que los del otro fútbol, y surge la duda de si el camino es el correcto cuando lo que se ventila no es crear una nueva realidad, aspirando a mejorar la anterior, sino la apropiación de la que ya está, en principio, condenable, es decir, a perpetuarla. Ininteligible y algo surrealista.

Tiro al larguero

Tiro al larguero

Vinicius Jr. corre y corre,
regatea y trastabilla;
insiste siempre, aun en el error,
y persiste porque no ve el final, acaso ni en el acierto.

Tanto y tanto corre y corre que a veces marca y otras veces, las más, se adelanta a su tiempo y al propio balón.
Pero la línea de banda, de tanto ir y venir, definitivamente se le quedó corta y será de esa estirpe que agiganta el campo y su figura.

Los grandes del fútbol son así, exagerados en todo, como Vini, y tienen la virtud de generar debates y nuevas, complejas y contradictorias perspectivas, incluso del fracaso.

A mí la penúltima historia de las suyas me alivió de lo insulso -por la derrota – del amistoso ante el Barcelona.
Vini tira desde los once metros, pega al larguero, pero insiste; y tira desde el ángulo y pega al larguero; pero persiste, y tira desde donde sea y el balón, caprichoso, pega de nuevo al larguero. Tanto afán pone que hasta sus propios compañeros se suman por puro apego a la suerte…

Derrota sin paliativos, diría yo. Fracaso ante un marcador de tres por cero. Pero Vini, por pura grandeza, lo convierte en debate y los demás, sus fieles, lo convertimos casi en acierto.
Pierdes, sí, pero ganas por lo nunca visto, que dijo Carleto: tres por cuatro tiros a gol que dan al larguero. Un marcador que tiene otra dimensión.
Alabado sea el genio…

El tiro al larguero jamás fue para los futboleros pequeños otra cosa que un uy de profundo dolor y tristeza. Pero hoy, mientras me relamo las heridas blaugranas, he recordado la vez que fui yo quien tiró el penalti al larguero y me he consolado pensando que aquel fracaso que me martirizaba, del que mis colegas todavía chancean, es lo más cerca que he estado del éxito.
Lo mío fue, sin duda, un buen tiro al larguero, como los de Vini.
Un tiro de genio. Uy…

Fútbol 2023

Sus métodos científicos de preparación física, la tecnología aplicada a las situaciones reglamentarias, la estadística conductual de los jugadores acumulada en banco de datos, el cálculo de probabilidades sobre eventos y la ingeniería de apuestas hace que esto se parezca más a una búsqueda de google direccionada por algoritmos que a un juego de azar donde a veces cabía emoción.

Fútbol postorgánico

Quizá el fútbol se haya convertido ya en un negocio como de comida rápida, altamente regulado, previsible y postorgánico, como diría Paula Sibilia. Lejos quedan los jugadores fondones, el olor a puro y pacharán, el hormigón expuesto al sol siendo habitado por hinchas con prisa para hacerse con su patrimonio inusitado, y los conserjes pinchando el carnet de socio con agujeros profundos. Hoy los jugadores pesan y corren igual, la soledad del cemento ha dado lugar a la butaca segura, los niños diezmado las bebidas alcohólicas y muchas mujeres transformado definitivamente los escenarios, no hay árbitros gordos ni con bigote y el césped, un lujo botánico sin lugar para charcos.

Yo se lo explico, Carlo

Dicen que las remontadas del Madrid son increíbles, históricas, fantásticas, que Dios está de nuestro lado; dicen también que son pura -puta- suerte, una flor en el culo, ganas de joder -a los antimadridristas-, cosa del gobierno -de Franco-, una conspiración de las altas esferas, árbitros -y VAR- comprados y, por fin, lo peor; que son inexplicables. Dice el Ancelotti, para siempre ya el jubilado italiano de las gafas de sol, el puro en una mano y la Liga 35 en la otra, que lo ocurrido, remontar bajo su mando en el último suspiro a PSG, Chelsea y City para llegar a la final de la Champions, es de difícil explicación. Que a él, el artífice, que no le pregunten. Y se ríe, claro. Que si, Carlo, que si tú no quieres, yo se lo explico…

Todo esto, en mi caso, se remonta a una recién estrenada televisión en una pequeña habitación, en un piso de barrio de la casi floreciente España de los setenta, ochenta y noventa. Y la explicación tiene que ver con la experiencia de esos madridistas veteranos criados en los laureles de la seis Copas de Europa a los que Di Stéfano, la saeta blanca, y otros fenómenos dejaron huérfanos de títulos en Europa. Madridistas, como mi padre, que tuvieron que aprender durante años, que al fútbol, cuando falta el genio, hay que ponerle algo más que tácticas, clase y floritura de pizarra. Así eran, por pura necesidad, las remontadas a golpe de cabezazos de los Santillanas y Hugos, las carreras locas y centros de los Gordillos y Chendos y los chispazos de raza de Juanitos y Buitres que quedaron grabados para siempre en nuestra memoria. La televisión nos permitió verlo en vivo y hacerlo nuestro aunque nunca pisáramos el Santiago Bernabéu. Así que yo, Carlo, uno de esos niños que lo aprendió todo viéndolo junto a su padre en televisión, se lo explico. Las remontadas del Real Madrid, tus remontadas, nuestras remontadas, llegan porque además de espíritu y fe inquebrantable, garra, furia, calidad y acierto los chavales ponen lo que hay que poner. ¡Huevos!

Él, que todo lo ve

Tenía el papel que nadie quería, el de árbitro de veintidós estrellas del futbol, estrelladas ya.

Eso, y un historial con más muescas que Billy el Niño, con una ristra interminable de muertos por infarto, con causa en errores groseros repetidos temporada tras temporada, que se empeñaba en defender de forma didáctica y paciente, a riesgo de dejar el fútbol en una mera excusa para lo suyo, el arbitraje.

Un maestro del autoconvencimiento que no convencía a nadie más; un osado irreverente para quienes creíamos haber parido el deporte rey y sus normas, e incluso el propio balón.

Él, que todo lo ve, era irremediable, pero muy a nuestro pesar era también dueño y señor de nuestras vidas en los partidos. Eterno por la ausencia de competencia, era sabido que la plaza hubiera quedado desierta sin él. Y que su concurso era imprescindible. Pero no faltaba nunca a la cita, un trencilla con vocación, que nadie le podía discutir.

Él, que todo lo ve, era de mirada bizca de amplio espectro, como un radar militar de largo alcance que apreciaba nuestros movimientos a distancia, más que todo por no correr. Capaz de pitar las faltas por la intención, sin mediar roce; capaz de ver penaltis que no son; señalar retahílas de fueras de juego trazando rectas curvas; capaz de poner de acuerdo a todos con su ineptitud…

Él, que todo lo ve, me vio muchas muchas veces mezclado en la polémica y la protesta, en el desacato hacia su juicio, y de verdad que me aguantó tanto como yo a él.

Recuerdo una mañana de domingo en el que la ira se apoderó de mí y tras un error clamoroso -a mi entender- me revolví contra él espetándole.

-¡Pero qué malo eres, joder!

Él, que todo lo ve, se acercó tranquilamente hacia mí, acostumbrado como estaba a todo tipo de improperios, y me dijo al oído una frase que jamás olvidaré.

-Sastre, joder, que soy igual de malo que tú. ¡Tenéis un árbitro de vuestro nivel!

-Mierda, pues sí… Pensé. Él también me conocía a mí…

Él, que todo lo ve.

El fanatismo y la facundia

Un partido de fútbol en 2022 es el mismo a cualquier hora, una repetición de cuerpos fidalgos y jugadas de poca expresión a velocidad vertiginosa, cuando prevalece el rayo las nimiedades técnicas entran en desconsuelo y da lo mismo un roto que un descosido, solo cabe el fanatismo de la región, el porque sí, la facundia del medio centro ya se marchó hace un buen rato.

Un balón caído del cielo

Todos nos sabemos.

Pero inocentes, nos negamos a nosotros mismos. Sea en lo personal, mucho más en lo futbolístico.
Hasta que llega el día de la verdad , de la final irrenunciable.
Un balón caído del cielo.

Cada uno es futbolista con su estilo,
sus condiciones,
sus pequeñas virtudes,
sus enormes defectos.
O no lo es. Pero finge serlo.

Hay quienes, pocos, nacieron dioses
elegidos para el fútbol.
Quienes, muchos,
lo viven como aprendices por siempre.
Incluso quien, la mayoría,
muere gustosamente en el intento.
Las de todos son gloriosas e increíbles historias balompédicas,
que nos definen para el juego.

Lo cierto es que el balón,
más pronto que tarde,
nos llega al pie o a las cercanías y nos pone en evidencia.
Porque, quieras o no, deberás devolverlo con un sentido a alguien de tu equipo.
O reconocerte un sintalento.

A mi, el primer balón, me cayó del cielo.
Y me definió.
El portero rival se acercó al borde de su área con la pelota en la manos. La puso a flote con traidora delicadeza porque, antes de caer, la castigó con un golpeo potente e inmisericorde que la mandó más alta que el cielo. Ese día entendí bien el concepto de infinito.
La historia, mi historia, es que ese balón caído del cielo se venía irremediablemente contra mí.
He de decir que era un balón de los de antes, con las costuras a la vista y lleno de aire plomizo.

Y tuve que decidir. Controlar de pecho, de empeine cual fino estilista, dejarlo botar o embestir de cuernos como un toro Miura…

Entonces, aún chaval, me definí como un futbolista de cabezón grande y duro que, sin ningún criterio táctico, devolvió el balón a los cielos de un testarazo valiente ante el asombro y dolor ajeno del resto, que en un acto reflejo tocaron con sus manos sus propios cogotes para ver si estaban enteros.

Aquel cabezazo dolió, pero me gané el respeto del resto y me convirtió en un central aguerrido, especialista en el juego aéreo, porque torpe con los pies ya lo era antes de empezar el partido.
El caso es que uno de mis enormes defectos me obligó a explotar esa pequeña virtud.

Me reconforta saberme,
no lo niego,
un futbolista cabezón y valeroso
ante un balón caído del cielo.