Dicen que las remontadas del Madrid son increíbles, históricas, fantásticas, que Dios está de nuestro lado; dicen también que son pura -puta- suerte, una flor en el culo, ganas de joder -a los antimadridristas-, cosa del gobierno -de Franco-, una conspiración de las altas esferas, árbitros -y VAR- comprados y, por fin, lo peor; que son inexplicables. Dice el Ancelotti, para siempre ya el jubilado italiano de las gafas de sol, el puro en una mano y la Liga 35 en la otra, que lo ocurrido, remontar bajo su mando en el último suspiro a PSG, Chelsea y City para llegar a la final de la Champions, es de difícil explicación. Que a él, el artífice, que no le pregunten. Y se ríe, claro. Que si, Carlo, que si tú no quieres, yo se lo explico…

Todo esto, en mi caso, se remonta a una recién estrenada televisión en una pequeña habitación, en un piso de barrio de la casi floreciente España de los setenta, ochenta y noventa. Y la explicación tiene que ver con la experiencia de esos madridistas veteranos criados en los laureles de la seis Copas de Europa a los que Di Stéfano, la saeta blanca, y otros fenómenos dejaron huérfanos de títulos en Europa. Madridistas, como mi padre, que tuvieron que aprender durante años, que al fútbol, cuando falta el genio, hay que ponerle algo más que tácticas, clase y floritura de pizarra. Así eran, por pura necesidad, las remontadas a golpe de cabezazos de los Santillanas y Hugos, las carreras locas y centros de los Gordillos y Chendos y los chispazos de raza de Juanitos y Buitres que quedaron grabados para siempre en nuestra memoria. La televisión nos permitió verlo en vivo y hacerlo nuestro aunque nunca pisáramos el Santiago Bernabéu. Así que yo, Carlo, uno de esos niños que lo aprendió todo viéndolo junto a su padre en televisión, se lo explico. Las remontadas del Real Madrid, tus remontadas, nuestras remontadas, llegan porque además de espíritu y fe inquebrantable, garra, furia, calidad y acierto los chavales ponen lo que hay que poner. ¡Huevos!

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