El vino era entonces un desconocido, tan solo el trasiego de los siete litros de la garrafa que mi padre me mandaba a buscar.

El primer recado de las mañanas de domingo. Inaplazable, como la misa de las doce.

A mí me gustaba el quehacer porque del billete con que pagaba podía quedarme la vuelta; a mi padre le gustaba el vino.

Buen trato. Puro interés, mutuo.

La bodega del pueblo, la de arriba, me pareció siempre un surtidor de llenado de olor envolvente y peculiar, de cántaras gigantes e inagotables y con un suelo irrepetible de colores burdeos, como un rosetón que se agrandaba día tras día por el inevitable goteo.

La cuesta que debía subir era pica, pero con la garrafa vacía, en dos garradas me plantaba allí. De los primeros. Mi padre quería el vino nuevo pronto en casa, por estrenarlo como compañía de su revuelto de huevos con tomate del almuerzo. Decía que aquel era el matrimonio perfecto, y que lo repetiría de por vida, aunque lo cierto es que lo maridaba con todo lo demás. Para entonces ya había dado vuelta a la huerta tirando duro de azada y el apetito había abierto del todo. Lo que bebía, lo gastaba…

El vino preferido de mi padre era el ojo de gallo, un clarete, más tinto que claro, de aroma intenso, gusto ácido y precio ajustado. Lo sé porque en el camino de bajada, en algún descanso, no pude contener mi curiosidad. No tenía fuelle para empinar la garrafa, pero apoyada en un murete era solo cuestión de jugar con la inclinación. Mi padre podía estar tranquilo, los siete litros llegarían intactos a su destino. Otra cosa sería hoy…

El servicio se hacía a granel, que ya luego cada cual lo ponía en sus botellas. Pura economía circular. Siete litros clavados, uno por día, por no abusar. Y el domingo, vuelta otra vez con la garrafa.

El bodeguero no solía fallar, aunque a veces se despistaba de tanto hablar y perdía la mirada y la memoria del contador. Por eso, supongo, insistía tanto en que subiéramos con la garrafa de la medida que queríamos comprar. La nuestra era de diez, pero para siete, por eso me miraba mal. Una preciosa damajuana, como extrañamente la llamaba mi madre, forrada de mimbres y cañas, que se clavaban en la piel si te la apoyabas cuando perdías el pulso en los brazos.

En ese tiempo, otros muchos niños hacían el mismo encargo que yo, en un trasiego incesante de vino hacia todas las casas, provenientes de la bodega de arriba o la de abajo, que había dos, y pocas casas y muchas gentes en el pueblo.

Mi padre recibía aquella garrafa con una sonrisa y el embudo en la mano.

Tenía dispuestas sobre la mesa las siete botellas que rellenar. Su medida del día a día semanal, el alimento más especial, del que disfrutar y con el que agradecer su ayuda para masticar la vida.

Un día, aquella garrafa, aquella preciosa damajuana, dejó de trasegar. Y quienes les seguimos nos pasamos a las botellitas de vino fino celestial. El trasiego del vino tiene ahora otro sentido, más propio de estilosas damajuanas que de garrafas protegidas con esparto. Sin embargo, todos tenemos también un humilde ojo de gallo por el que mirar atrás.

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