De niño, a esa edad tan chula en la que siendo chico te crees grande, era un pamplonés a la que Pamplona le parecía la ciudad de los otros. Allí sólo se subía a rastras, de la mano de la madre, a los recaos. Si tocaba escaparse, aún medio salvaje, tiraba más aventurarse a desgastar playera por las sendas inexploradas del monte San Cristóbal.

De mozo, a esa edad tan chula en la que no siendo nada te crees todo, Orvina, la Segunda, era un hervidero de juventud perdida, con ganas de encontrarse rebuscando donde fuera, bueno o malo. El barrio, por pura inercia, se nos quedó pequeño. Y pasada la barricada de la Chantrea, y cruzado el río Arga por las pasarelas, de una carrera te subías a la gran Pamplona, como si, por fin, fuera nuestra.

Fue entrar a lo Viejo por la cuesta de Labrit, andar la Estafeta y aficionarnos para siempre al lío de nuestros recaos, solo que ahora tirando de las manos los unos de los otros.

Pamplona se convirtió durante unos años en un encierro. Un discurrir en manada de bar en bar, con un recorrido repetido noche tras noche con la nobleza y querencia propia de los toros de Miura y los derrotes inevitables de pisar suelo resbaladizo y cristales de vasos rotos. El encierro de Pamplona te obnubila, te promete emociones fuertes, adrenalina callejera disparada como un cohete, lances peligrosos frente a cornamentas aterradoras que esquivas y te hacen sentir invencible. Pero un día alguien cae a tu lado, sientes el dolor que le ha causado el pisotón del toro o su atolondrada torpeza y metes el dedo en la puntada que hace brotar sangre. Entonces es cuando sientes miedo y el instinto de correr lejos.

El encierro de Pamplona terminó por puro canguelo para mí. El de tu Pamplona quizás también entró felizmente en toriles y, como yo, ves los morlacos plácidamente desde la barrera. Otros corren y corren y no salen de allí. Atrapados en la tradición del encierro.

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