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La puerta 12

Revista Vamos Contigo 241 - Expresión escrita y comprensión lectora Bernardo Gurbanov / São Paulo, 23 de Março de 2024

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Domingo sagrado. River y Boca en el Monumental.

Como siempre, voy a las 11 de la mañana con el pollo preparado por mi vieja para aguantar hasta las 5 de la tarde por lo menos.

No sé si por ansiedad o por seguridad, siempre iba temprano para conseguir un lugar en las tribunas protegido por un para-avalanchas.

De paso veía la tercera, la reserva y por supuesto la primera.

Aquel domingo conseguí colarme en la platea baja de la tribuna Centenario, la que da para Figueroa Alcorta. Justo debajo de la hinchada visitante.

En general me gustaba ir a la tribuna San Martín, cerca de donde estaba la antigua cabina de radio, apuntando hacia el círculo central.

Mi método era infalible. Me paraba en la entrada de socios, aprovechaba mi baja estatura que dura hasta la fecha y mi extrema delgadez que perdí hace tiempo y le pedía a algún tipo que dijera que yo era su hijo. Me daba la mano y pasaba el molinete con él. Listo. A salvo dentro del club como si yo también fuera socio.

En general me gustaba ir a la tribuna San Martín, cerca de donde estaba la antigua cabina de radio, apuntando hacia el círculo central.

Otras veces me colaba, como en aquel domingo, en la platea baja de la Centenario y me sentaba cerca de la gorda Matosas. ¡Qué personaje! 

Matosas era un crack uruguayo por el cual River pagó 33 millones de pesos. El tipo era un defensor impecable. Usaba la número seis y era incapaz de hacer un foul.  Todo un caballero.

Si no me equivoco, nace allí el apodo de Los millonarios.

No recuerdo bien si yo estaba acompañado por mis compañeros de aventuras adolescentes o aquel día estaba sólo.

Amadeo Carrizo 

Lo que sí recuerdo es la ovación con que Amadeo Carrizo era recibido mientras trotaba desde el centro de la cancha hasta el arco de Figueroa Alcorta. Era una ceremonia consagrada desde siempre. El grito de Amadeeeeeo, Amadeeeo retumbaba por el cemento mientras él se acomodaba en el centro del arco, después  marcaba el césped del área chica con los botines a la altura de los postes y empezaba el peloteo.

Amadeo parecía un malabarista. La paraba con la mano derecha y la devolvía por la izquierda de su cuerpo rodeando la pelota por la cintura con una seguridad asombrosa. 

Amadeo parecía un malabarista. La paraba con la mano derecha y la devolvía por la izquierda de su cuerpo rodeando la pelota por la cintura con una seguridad asombrosa. 

Ese día se sacó la gorra y la tiró dentro del arco. O a un costado, no me acuerdo. La gorra era su cábala.

Antes de empezar el partido, Ángel Rojas que vivía siempre provocándolo, especialmente en la Bombonera, le afanó la gorra. Así, en un movimiento inesperado se acercó al arco y salió corriendo como un polizón. Claro, la hinchada de Boca festejó ruidosamente la travesura de Rojitas.

Si no me equivoco, el árbitro se la hizo devolver, y empezó el partido.

Somnoliento, aburridísimo. Cero a Cero. Un fiasco.

Nada para contar, salvo el amague que Amadeo le hizo a Madruga haciéndole creer que estaba en off side, cuando en realidad estaban mano a mano y bastaba hacerle un pase a la red, como diría Menotti.

Obedeciendo instrucciones paternas, una vez terminado el partido yo siempre permanecía en la cancha hasta que que quedase semi vacía.
Aquel fatídico domingo resolví esperar en la bandeja da la Centenario desde donde, como si fuera un balcón, se veía perfectamente la esquina de Lidoro Quinteros y Figueroa Alcorta.

La dispersión

Desde lo alto, de repente veo hinchas de River y de Boca peleándose entre ellos y la policía montada cargando con sus caballos y machetes sobre la gente.

La obligada dispersión llevó a los de Boca a tratar de entrar de nuevo a la cancha mientras todavía una multitud bajaba por las escaleras rumbo a la avenida.

Los hinchas que consiguieron entrar y comenzar a subir a contramano por las escaleras, resolvieron cerrar las puertas plegables en tijera como las de los viejos ascensores para protegerse de la policía.

Así se inicia la mayor tragedia del fútbol argentino.

Los hinchas que consiguieron entrar y comenzar a subir a contramano por las escaleras, resolvieron cerrar las puertas plegables en tijera como las de los viejos ascensores para protegerse de la policía.

Flujo y contraflujo. Los que subían tropezaban y los que bajaban se los llevaban por delante debido a la inercia provocando una involuntaria masacre de cuerpos amontonados unos sobre otros.

Dispersada la multitud y terminada la pelea, de repente resuelvo mirar para el campo de juego pensando que había llegado el momento de volver tranquilo a casa y me encuentro con un escenario dantesco.

Decenas de cuerpos desparramados por el césped. Médicos, enfermeros, bomberos y policías tratando de reanimarlos practicando un inútil boca a boca y vaya uno a saber que otros procedimientos para tratar de devolverles la vida.

Recuerdo que algunos despertaron de su agonía. Muy pocos.

Mi curiosidad o tal vez simplemente el morbo, me llevaron a saltar la fosa que separa la tribuna del campo y comenzar a caminar entre los cuerpos morados, casi todos muertos por asfixia.

Recuerdo que algunos despertaron de su agonía. Muy pocos.

Fue la primera vez que vi gente muerta. Recuerdo especialmente el rostro hinchado de un señor con pinta de cabecita negra, con un inédito color violeta que lo habían abandonado después de infructuosos intentos para reanimarlo.

Mientras tanto, las radios y la tele ya daban la noticia y el teléfono público más cercano estaba en Barrancas de Belgrano. 

Bueno, me dije. Cuando llegue, era una media hora a pata, los llamo a mis viejos para avisarles que estoy bien.

La abuela Cata, cada 15 minutos llamaba a casa y preguntaba como estábamos. Mi mamá le decía que bien pero en realidad ni se había enterado. Probablemente estaría viendo alguna película o leyendo un libro.

Mi viejo, como todos los domingos a la tarde se encerraba en su dormitorio para escuchar música clásica, así que ni mu.

Mi vieja se preguntaba porque tanta insistencia de su mamá hasta que finalmente conseguí llamarla y contarle lo que había sucedido.

La prensa informaba 71 muertos. 

Al día siguiente pasé en coche por la cancha. Frente a la puerta 12 había una montaña de zapatos y zapatillas. Dos policías cuidaban el lugar, no vaya a ser que también otros Rojitas se afanasen los huérfanos calzados. 

La prensa informaba 71 muertos. 

Los rumores decían que la masacre se produjo porque no habían retirado los molinetes de control de ingreso de la gente.

A la semana siguiente, las hinchadas cantaban: “No había puertas, no había molinetes, era la policía que cargaba con sus machetes”.

Tal fue el impacto de la tragedia que River resolvió cambiar la numeración por letras. La puerta 12 ahora se llama Puerta L.

Curiosamente y creo que por mera coincidencia, la hinchada de Boca pasó a la historia como la 12. 

El jugador número 12. 

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