Tomando el sol el otro día en un pueblo del interior de São Paulo, tuve que girar el móvil hacia un lado porque mi cara insistía en reflejarse en la indiscreta pantalla que no paraba de devolverme unas carrilleras algo sobresaltadas, y así no volver a darle vueltas al universal e ineludible dato, dichoso o desdichado, del paso del tiempo.
Cambié la disposición del aparato para que no le diera el sol, y por tanto no insistiera en mi figura o me sacara como soy de verdad.
Entonces me puse a pensar en los pájaros y las flores, que era la otra cosa que me sobraba en esas mañanas plácidas y burguesas que normalmente me tiro cuando voy al centro del estado de São Paulo.
En este lugar del mundo la naturaleza sigue su curso a pesar del cambio climático.
Por el aire juegan como niños pequeños saliendo del colegio y en corribandas aéreas, innumerables bandos de maritacas ruidosas.
Diría que llenan el espacio aéreo de verde y de travieso barullo.
Se diría una naturaleza efervescente.
En los muros de la amplia casa donde paso estos días, llena de árboles, plantas, flores y toda clase de vegetales imaginables, percibo entre las ranuras de los muros, pequeños vegetales que pujan por abrirse un hueco en lugares insospechados, inimaginables, de vértigo, increíbles.
Pujan por salir adelante y seguro que lo conseguirán, porque agua y sol tienen a todo meter.
Nunca vi una región en el mundo donde fuera tan fácil vivir. El interior de São Paulo, que no tiene ruido a no ser de algún camión lejano o de pájaros traviesos, es como un adolescente lleno de savia dulce, borracho de energía solar para continuar en la brecha a pesar de algún que otro malestar o dolorcillo de cabeza circunstancial.
En este lugar de la tierra es muy fácil dejarse vivir.