Todos nos sabemos.

Pero inocentes, nos negamos a nosotros mismos. Sea en lo personal, mucho más en lo futbolístico.
Hasta que llega el día de la verdad , de la final irrenunciable.
Un balón caído del cielo.

Cada uno es futbolista con su estilo,
sus condiciones,
sus pequeñas virtudes,
sus enormes defectos.
O no lo es. Pero finge serlo.

Hay quienes, pocos, nacieron dioses
elegidos para el fútbol.
Quienes, muchos,
lo viven como aprendices por siempre.
Incluso quien, la mayoría,
muere gustosamente en el intento.
Las de todos son gloriosas e increíbles historias balompédicas,
que nos definen para el juego.

Lo cierto es que el balón,
más pronto que tarde,
nos llega al pie o a las cercanías y nos pone en evidencia.
Porque, quieras o no, deberás devolverlo con un sentido a alguien de tu equipo.
O reconocerte un sintalento.

A mi, el primer balón, me cayó del cielo.
Y me definió.
El portero rival se acercó al borde de su área con la pelota en la manos. La puso a flote con traidora delicadeza porque, antes de caer, la castigó con un golpeo potente e inmisericorde que la mandó más alta que el cielo. Ese día entendí bien el concepto de infinito.
La historia, mi historia, es que ese balón caído del cielo se venía irremediablemente contra mí.
He de decir que era un balón de los de antes, con las costuras a la vista y lleno de aire plomizo.

Y tuve que decidir. Controlar de pecho, de empeine cual fino estilista, dejarlo botar o embestir de cuernos como un toro Miura…

Entonces, aún chaval, me definí como un futbolista de cabezón grande y duro que, sin ningún criterio táctico, devolvió el balón a los cielos de un testarazo valiente ante el asombro y dolor ajeno del resto, que en un acto reflejo tocaron con sus manos sus propios cogotes para ver si estaban enteros.

Aquel cabezazo dolió, pero me gané el respeto del resto y me convirtió en un central aguerrido, especialista en el juego aéreo, porque torpe con los pies ya lo era antes de empezar el partido.
El caso es que uno de mis enormes defectos me obligó a explotar esa pequeña virtud.

Me reconforta saberme,
no lo niego,
un futbolista cabezón y valeroso
ante un balón caído del cielo.

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