Quizá estas Navidades hayan sido las más prolíficas en decoración de los últimos años. Se supone que las costumbres del ser humano son pendulares y en estos atrás se produjo una reacción contra la celebración, probablemente la más importante de la humanidad que parece amainar. Había que desproverla de significado para que los que no la sentían como propia justificasen por lo menos el parón y su celebración instrumental, ignorando el sentido último que invade a la sociedad contemporánea actual y cuyo mensaje es bien simple de entender: tratar al prójimo de una manera correcta y sencilla, sin alardes.

Resignificar la Navidad con el solsticio de invierno o la lejana conjunción de los planetas, realizar ejercicios educativos para niños intentando resetearlos en el seno de una civilización que dura más de 2000 años puede resultar en un ejercicio arriesgado de irresponsabilidad, un esfuerzo inusitado y destinado a implodir en algunos años, por su falta de consistencia o porque simplemente los autores de ese renacimiento semántico hayan crecido y ya se encuentren a otra cosa, como suele ocurrir.

Desde el punto de vista del lenguaje, la palabra Navidad ha sido utilizada con profusión y alevosía, la metieron en una disputa ideológica unos años atrás y este 2025 finalmente ha resurgido desde el ámbito político sin resquemores (los hay que siguen presos a los dictámenes del pensamiento previo, aquel que contamina una simple conversación sobre fútbol, una previsión meteorológica o la composición de un plato a la hora de cenar), pero principalmente en el sustrato social con toda la fuerza que siempre tuvo.

A diferencia del intento de algunos por inventar realidades forzando palabras, imposibles de consolidarse porque surgen de los grandes estratos y subestratos académicos en una disociación clara con la sociedad pura y llana, con la Navidad se intentó cambiar la realidad destruyendo una palabra perfectamente acoplada a una serie de actos folclóricos, sociales, familiares, teológicos, morales y soteriológicos de más de dos milenios. La lengua, como otras cosas, es un cauce de sabiduría lento y pausado, sabio y equilibrado, puede sucumbir en algún momento determinado, pero no más que algunos años, la fuerza significativa que emana de la sociedad es mucho más imponente que el deseo de unos de apropiarse del entorno porque cree que las cosas deberían ser diferentes a como la historia viene fabricándolas a lo largo de los tiempos y siempre a fuego lento.

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