Quizá el fútbol se haya convertido ya en un negocio como de comida rápida, altamente regulado, previsible y postorgánico, como diría Paula Sibilia. Lejos quedan los jugadores fondones, el olor a puro y pacharán, el hormigón expuesto al sol siendo habitado por hinchas con prisa para hacerse con su patrimonio inusitado, y los conserjes pinchando el carnet de socio con agujeros profundos. Hoy los jugadores pesan y corren igual, la soledad del cemento ha dado lugar a la butaca segura, los niños diezmado las bebidas alcohólicas y muchas mujeres transformado definitivamente los escenarios, no hay árbitros gordos ni con bigote y el césped, un lujo botánico sin lugar para charcos.

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