Cuando éramos pequeñitos los jesuitas nos reservaban una semana de ejercicios espirituales en la que debíamos poner a prueba nuestra alma de hierro, la percepción sólida de la vida y la inmutabilidad delante de las tentaciones.

En el transcurrir de los días no comíamos mucho y justamente nos mojábamos el gaznate con agua.

Al cabo de los días se nos presentaban como cometas, imágenes de patatas fritas, pipas de girasol y otras marranadas que servían de escape los domingos, el único día que podíamos salir del colegio internado donde estudiábamos.

Algunos debían anular la figura de la mujer y depurar los instintos hasta encontrar el vacío.

Para otros, a los que no les había llegado todavía la hora, este trámite era mucho más fácil de superar.

Unos consideraban la estancia en el hotel rojo, era así como lo llamábamos, harto complicada. Otros, parejo a un sucedáneo de yincana desprovisto de sentido alguno.

Cuando todo acababa salíamos prestos a jugar al fútbol, inconscientes de si la estancia hubiera plantado una semillita que crecería a lo largo de los años.

En esta época de tentaciones baratas, me vino de repente a la memoria las semanas espirituales de nuestra infancia, la derrota de la tentación, la superación del tiento del azúcar, las aventuras jubilosas de un periodo de nuestra vida irrepetible y genial.