Cuando subía la persiana en invierno al romper la mañana enmudecida por la pereza, allí estaba otra vez la pared de ladrillo herida por una amenaza de brocha gorda representando a veces una diana y un nombre en el medio, otras un grito de guerra con las mismas letras de siempre, esas letras inocuas y sin culpa pero enfermas, que acarreaban sangre, maldad, inseguridad, dolor y amenaza.  Tristeza.  La palabra y su ideología.  Otras con la serpiente reptando por su hiriente machado…

La pared de ladrillo agraviada formaba parte de nuestro territorio y supongo que consecuentemente de la historia navarra reciente.

Después venía ir a por el pan, la escuela de la mañana, comer, la escuela de la tarde, los juegos hasta el atardecer, la cena, el beso paternal nocturno, algunos tebeos de waltdisney en la cálida cama antes dormir, y así hasta el día siguiente sin pensar mucho más que en lo que ocurría, era el momento de vivir lo que había justo en ese momento.  Un niño.

Una noche en la universidad escuché un eco profundo y anormal rebotando entre los edificios, la metralla incrustada en los áticos de los bloques colindantes a la Ciudadela de Pamplona, qué ensañamiento.

A Bonifacio Martín lo conocí brevemente por asuntos diplomáticos a finales de los 90,  y en 2003 se cumplió la profecía de la pared de ladrillo al levantar la persiana por la mañana antes del pan, cuando la escuela, la comida, los juegos al atardecer etc.

Después de 40 años de plomo y casi 10 de paz prevalecen dos sentimientos, el de los 900 muertos con su luto y el de la pena capital por la palabra enferma de bandera y periódico.

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