Cuando abandoné la Olivetti y me pusieron un Machintosh que sacaba las letras iluminadas y te podías equivocar tantas veces quisieras me quedé mirando para atrás y pensé lo bonita que era la vieja máquina de metal, su organigrama mecánico, qué bien olía a tinta fresca, su sonido de película y su humana imperfección.  Las letras eran más cuidadas, valían un pensamiento. 

 

Después del Machintosh vinieron los procesadores y las memorias.  Y finalmente, los emails, una manera directa de comunicar las cosas, que poco a poco fue traspasándose a los móviles, la palabra virtual ubicua.  

 

No pasaron 20 años desde mi Olivetti línea 98, qué grande, qué pesada, qué mecano preciso, y ya el mail está en retirada como una plaga que finalmente remite porque sí.

 

El mail está pasado de moda, sin credibilidad, barato, no tiene peso específico, volvemos a la palabra.  Mandar un mail es inseguro, y la mayoría de las veces es necesario recurrir al teléfono, para constatarlo, por lo tanto, es un mecanismo prescindible.  

 

Los jóvenes no escriben emails, se comunican por whatsapp o por Skype (el corrector me lo acaba de poner en mayúscula), es lento, demasiado profundo, exige cierta sintaxis, algo de corrección formal, mucha exposición para los tiempos que corren.  Hoy lo que se comunica es estratégico, no hay tiempo para exhibir conocimiento, tenemos los blogs y el camino para gestionar rápidamente procesos es mucho más eficaz a través de otras herramientas. 

 

Lo peor no es eso, lo peor es que los adultos todavía no nos hemos dado cuenta del desfase y continuamos sometiéndonos a su pertinaz esclavitud matutinamente como si fuera nuestro principal patrón dictándonos lo que hay que hacer.  El email mayoritariamente se ha convertido en SPAM, y lo que resta  de nuestras bandejas de entrada es poca cosa para justificar un salario.  Cabe a la inteligencia humana organizarlo para que finalmente podamos darnos cuenta de cuán poco producimos.  Es necesario pensar más.

 

Qué bien olía la Olivetti línea 98. 

 

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